4.11.20

Otros otoños son posibles. Bosques que imaginar con vino aragonés


Tiempos de olor a castañas asadas en la plaza de San Miguel de Zaragoza, el acre del mosto de uva de garnacha prensado. En el paladar guardamos el dulzor de la calabaza asada en empanadico.

Una uva heroica, esa última del racimo, estalla en vuestra boca con sabor a pasa de moscatel. Muchos no escupimos la leña y el hollejo, desde críos digerimos cualquier pelarza.

Está el impacto de las setas de diferentes ganaderías, hoy compradas a precio de añojo, en revuelto con pan en tostada frotada con ajo. 

Mollejas, boletus, besugo y tantos otros nos advierten de que los platos de cuchara serán alimento de lujo.

Años atrás rebasado Todos Santos, tempero en el campo y nieve en los altos, se hacían los primeros mondongos en comunidad, se prensaba el vino y llenaron cines y teatros en las noches a partir de las seis. Vuestras manos se calentaron con quemadillo de ron en copa de balón, que concentraba el olor a ralladura de limón, azúcar quemado caramelo y los dos granos de robusta torrefactados.

Muchos de ustedes visitaron alfombras de hojas de color o incluso masas de árboles perennes asentados sobre terraplenes mojados y cobrizos.

Hoy parece que nos falten sentidos, una parte de nosotros gozamos de perímetros estrechos, incluso por voluntad propia. Otros en territorios que son desiertos poblacionales todavía pueden cabalgar Aragón como lo hicieron sus reyes medievales, hasta la muga con Castellón.

Para todos, y para el personal sanitario y de servicios sociales cuando puedan dar esa primera bocanada después de quitarse la cuarta protección para mantener espacios limpios de pandemia, este texto que aspira a que sintamos belleza a lo largo, ancho y profundo de todo este otoño, para que sea fino y reposado, de crianza con reserva. 

De mayor a menor altura y maridándola con vinos aragoneses, esta es mi propuesta para vuestra imaginación.

Vamos a afinar los sentidos en la mayor paz y soledad obligada posibles, con el detenimiento que requiere cualquier cosa que merece la pena.

Y así detenerse, tras subir casi sudando un costero del Moncayo en su piso de hayas, un día de la segunda mitad de octubre con cierzo leve en clave de sol, viéndose inundado por una luz amarilla pajiza, deslumbrante pero matizada. La que podemos observar al trasluz antes de probar un macabeo almendrado del Campo de Borja.

También aspirar desde casa esos aromas fragantes a bellota dulce y agujas de pino, desprendidos de la tierra adherida a las láminas de boletus y setas de cardo, cazadas en los cerrados bosques mediterráneos de la Sierra de Santo Domingo. 

Con una rama de boj bien anaranjada a la vista, recogida del suelo, disfrutando de una copa de tinto ecológico de Uncastillo o de Luna, frescos, balsámicos y con algo de olor a prado de la ribera del Ara recién segado.

Sentid la impresión que causa la caída de las hojas de los chopos cabeceros, supervivientes a más de mil metros en los valles de los ríos y regatos de las sierras turolenses. Su planeo hasta los suelos limosos de donde se nutren es lento, demorado, toda una vida de saber morir, helada tras helada, sin auxilio externo.

Son láminas las de olmo y árbol antiguo de río que amalgaman amarillos desde los chillones de las casas de Nápoles o de Palma recién pintadas, hasta perder el brillo como las que están ajadas. Las que buscan el majestuoso cielo de Teruel son las más abrasadas por el sol y tienen un tono apagado pero noble de albero de plaza de toros.

Su contemplación por revelación bien se podría maridar en aromas con los blancos que produce el Somontano pasados por barrica, suntuosos y elegantes, de cepas y uvas francesas, refinados por las corrientes de cierzo fino de Cotiella de verano y que ya son la envidia de los Duques de Borgoña.

Cómo no vulnerar la paz y tranquilidad de bosque rojo pasión de los kilómetros de viña entre Longares y Almonacid de la Sierra. Saltar con la mente de parcela en parcela, en un paseo de la mirada que puede durar más de un mes según múltiples avatares como las gravillas, alturas y miradas al cierzo de cada pago.

Meternos en un parral o majuelo para hacer la metáfora inversa y pensar que son las garnachas las que tienen forma de las manos poderosas con nervios que las podan y cultivan. De los que se están yendo y con ellos la memoria de los ciclos y de cada suelo.

Cómo no afinar tu recuerdo de niño de pan con vino y azúcar, llevándote a la boca uno de esos granos solo piel y miel que se han dejado por vendimiar, ese que ya ha fermentado el bochorno de veranillo y tiene podredumbre más que noble.

En el que se advierten rasgos de los vinos que desde California van a puntuar como entre los tres o cuatro mejores del mundo, a los que una nueva normalidad ha bendecido.

Terminar en tu kilómetro cero, reducido a tí misma, con una cerveza artesana o de la factoría central zaragozana bebida con sed. Con sed de paseo por tu jardín botánico, ribera de río o parque cercanos.

Allí te acompañan desde su discreción legendarios árboles aromáticos como los gingkos de la calle General Mayandía, poética antigua puerta de estación de ferrocarril central de despedidas sin mensaje ni localización por grupo de terceros. Árboles, por consiguiente, que siguen siendo analógicos a los que sacrificar esa cerveza con olor a mil lúpulos que se trasladaba a Calcuta y ya se fabrica en Aragón.

Repara en los tamarices, sauces y chopos negros, los de la familia populus. Y si se llaman así es para que los valoremos por abundantes y democráticos. Estos compañeros comunes nos alfombran la mirada con su tapiz de color cerveza de tirador con espuma, que en Francia se llama de presión, vistos desde los puentes en altura o los miradores turolenses.

No es casualidad que en el norte de Europa se produzcan zumos de maltas de colores más oscuros, de corteza de roble e incluso de copa de carrasca mecida por el viento, pues esos son sus árboles abundantes. Artesanos aragoneses ya nos las trasladan, porque nada nos falta en nuestra paleta cromática de otoño y, por corros, también gozamos de estos dioses vegetales. Hay uno conmovedor rodeado de personas queridas en el parque de Bruil.

Nada más, quizá, nos falte en la paleta que ese azul cobalto del mar de Sorolla en sus cuadros sin neblina. Esos que indican el fin de verano en la Malvarrosa en que el Mediterráneo es un espejo desde el que ver poseidonias.

Podemos buscar esa fuerza acuosa, porque el atrevimiento es libre, en una franja de pantano de la Tranquera oscurecida por una nube en un día ventoso tras temporal. O en la lágrima violeta de una copa de milagroso vino de Murero.

03.11 Luis Iribarren

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