17.11.20

Javier Reverte: Compañero de confinamiento


En la primavera de 2020, hasta que nos animaron a salir y gastar, tuve momentos de pensar que mis viajes podían haber terminado. Esa antigua Yugoslavia o partes de África pendientes, por las que viajar a mi estilo, que en edad madura supe que era parecido al de Javier Reverte menos en lo que tienen sus libros de reportaje preconcebido.

Este autor madrileño ha muerto en el paisaje de pinares que disfrutaba. Ese de la sierra norte del Sistema Ibérico: la de los puertos de Perico Delgado, los bosques al sur pero traseros a la Granja de San Ildefonso, en los que se huele a auténtico ambientador, agua inodora y a agujas en níscalo.

Sus textos me han vuelto a seducir y acompañado este año de mirada con cataratas al espacio exterior al perímetro. No sabía que en sus últimos días hasta su reciente muerte.

La pasada primavera releí sus relatos y artículos sobre  África, Grecia y Centroamérica con fruición, con ansiedad de preso de pandemia. Le sustituyó en su relevo Delibes y su paisaje de caza vallisoletano, abierto y seco como el aragonés estepario.

En otoño cayó en mis manos e hice una primera lectura de su obra postrera, de precioso título: “Suite Italiana”, que contiene expresas despedidas en varios de sus capítulos.

Esa descripción de los últimos viajes en soledad, mochileros pero en hotel reservado en internet, que me esperan. Aunque siempre me quedará Urueña.

Su última mirada a Venecia la hace, qué oportuno, en compañía de Thomas Mann y su texto equívoco pero soberbio de la muerte inevitable y perseguida en tiempos de epidemia; busca a su irlandés errante Joyce y al judío estático Svevo por las calles de el frío, pero crucial en la historia europea, puerto de Trieste; vuelve sobre los pasos de Rilke y el reverso de la belleza, que es la muerte y el horror, en la costa dálmata.

Se nos vuelve aragonés en su viaje definitivo y postrero a la Sicilia griega, musulmana, aragonesa y después castellana, pero difícilmente italiana, de la mano de Lampedusa y el Gatopardo.

En esa ecuación, donde Reverte pone la Magna Grecia en Siracusa, yo me detendría en Catania para pasear con mi compañero de influencias aunque no de generación, Franco Battiato. De rareza y calidad pirandelianas.

Sí, en muchísimas páginas se despedía en un texto, mucho más que ligero, existencial.

Uno de mis compañeros de viajes nos ha dejado pero está en mis anaqueles su alma con olor a tinta. Afinando mis sentidos en el desierto de Juslibol, para cuando se pueda volver a admirar esa belleza aragonesa con marca registrada. Nuestra colección de paisajes ricos.

Javier Reverte, como antes Goethe o Pla, Néstor Luján o Labordeta y sus cabalgadas, Stefan Zweig como la África pintada por Kapuscinski, continúan el legado de asombro de León el Africano y Benjamín de Tudela.

La San Francisco de Hammett, el Mediterráneo de Chirbes o mi El Cairo de Mahfuz, denso y peligroso más que la Alejandría de Cavafis, con esa brisa de cierzo que espanta a los virus.

El anhelo de belleza y su relación con la muerte: con el final de una sociedad de bienestar garantizada con el comienzo de la Primera Guerra Mundial. Estamos en una transición que arrebata la seguridad y vida anterior, es oportuno revisar la literatura destacada en el viaje de Javier Reverte en que Italia se convierte en excusa. Estamos en la pesadilla de Zweig y a más de uno le han despertado con agua helada.

Nuestro presente se empieza a parecer a lo que nos resta de nuestro pasado. 

Puede que alguien haya matado el turismo masivo para salvar a Barcelona, Albarracín o Venecia, pero si es el modelo el cuestionado el precio a pagar será altísimo. Esa no es la dirección que se tomó en junio cuando se nos animaba a consumir.

El dogo de Venecia dirigía la ciudad hasta morir pero estaba sometido a la misma legislación que el resto de sus habitantes.

Javier Reverte me ha recordado ese placer que volveré a tener un día pero que, si no, practicaré dentro de Aragón. El de largarme a un sitio en que no me conozcan y poder aparecer como un vagabundo de mí mismo. Disolverme a ser posible en ninguna parte o entre avalanchas de turismo con metrónomo.

17.11 Luis Iribarren

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