Para mediados de marzo me fui a Praga y alrededores. Me sentí culpable, porque a poca distancia se está librando una guerra. Me pasó algo parecido cuando fui a Cerdeña en la ola de mayor trasiego de inmigrantes en pateras donde muchos morían cerca de las costas italianas y de otros países como España. Sentía que no estaba teniendo urbanidad en la acepción pura del término.
¿Estaba siendo cortés con la vida ajena que moría cerca de mí? ¿Estaba siendo educada? ¿Mostraba civismo?
Luego miraba (en Cerdeña) y miré (en Praga) a los turistas y me di cuenta de que el dicho “el muerto al hoyo, el vivo...” se cumplía sin remisión. Yo también, por momentos, cumplía esa premisa cuando conseguía abstraerme del caos que rige el mundo, porque no habrá nadie que me haga salir de esta idea.
Quienes me conocen, saben que tengo mal genio cuando veo situaciones estúpidas, hipócritas e injustas. Quienes me conocen saben que no soporto a los que hablan de los demás, no siempre bien y siempre para opinar, no para decir verdades (eso sí ellos nunca hablan de sí mismos y si lo hacen es para venderte una imagen idílica de sus vidas; hay poca gente que aguante la verdad absoluta).
Quienes me conocen, en definitiva, saben que me gusta el orden, el silencio y cumplir con unas normas exactas de urbanismo (enseñanzas labradas a fuego lento por mis padres desde la niñez).
En los viajes es donde más se demuestra el urbanismo hacia los demás y donde más se extrae pocas experiencias, pero intensas.
De mi reciente visita a Chequia me quedo con dos recuerdos: el paseo, a solas por supuesto, al anochecer en el único día que llovió débilmente por una Praga de encanto sin turistas. Pero el recuerdo imborrable es el de un piano. Sí, un piano.
Fue en Kotnú Hora. En la plaza principal, bajo un porche un piano era tocado por todo aquel que quisiera. Sentada en una terraza frente al piano veía los esfuerzos de un joven por sacar todo el talento posible ante las teclas. No era el único.
Aquella ciudad dejaba rienda suelta para tener la belleza en la calle, donde muchas veces impera la suciedad, el ruido y el parloteo intrascendente de los voceros.
Todo el párrafo anterior es un ejemplo de la ausencia de caos. Fue volver a la rutina y aquel se hizo presencia. Aquí va ahora una de cal y otra de arena, es decir, de democracia y urbanidad.
Yo soy tan demócrata que dejo que cada cual haga con su vida lo que quiera, siempre y cuando no moleste ni perjudique a los demás.
Ahí el mal genio antes aludido me sale sin remedio. Fue coger el bus de vuelta a Zaragoza desde el aeropuerto cuando ya me entró la mala leche. Para empezar fue encontrarme un chicle pegado bajo el apoyabrazos izquierdo; luego aguantar el volumen alto de alguien que escuchaba en el móvil no se sabe muy bien el qué. Importaba poco que fuese medianoche y que molestara.
Fui la única que le dijo: ¡Por favor, puedes bajar el volumen! Sirvió de poco porque continuó a lo suyo. Estamos en una sociedad donde las normas básicas de urbanidad se han perdido e intentar exigirlas te convierten en una especie de aguafiestas.
Se confunde libertad con libertinaje. La primera exige muchísima urbanidad, disciplina, autoexigencia; la segunda ninguna. Esto mucha gente no lo ve.
Si hablamos de democracia, me tendría que referir a la reciente huelga de transportistas. Llegada a Zaragoza, después del ruidoso viaje en bus, cogí un taxi. La taxista, con una estética a lo Morticia Adams, estaba escuchando un vídeo en su móvil de un tio calvo con gafas oscuras en el salón de su casa vociferando a la señora ministra de transportes (así la llamaba él) que él era ultranacionalista, fascista y transportista autónomo y que la señora ministra no tenía ni puta idea de cuántas ruedas tenía un trailer.
Hay personas que hacen unas asociaciones de ideas que Freud se hubiera forrado con ellas.
Me debió ver la cara la taxista porque, con tacto, me dijo que si le molestaba podía quitarlo, se excusaba diciendo que le habían enviado aquel vídeo por un grupo de Whastsapp y que simplemente lo estaba escuchando.
Yo vídeos de este tipo ni pierdo tiempo en escucharlos, pero ya dije cada quien hace lo que quiera con su vida. Mi respuesta fue demócrata a la taxista porque me vinieron a la mente las palabras de Chomsky cuando le recriminaron cómo podía escuchar las opiniones de nazis en un debate cuando él y su familia es judía. Su contestación fue que él era tan demócrata que dejaba que cada cual expresara su ideología, aunque estuviera en las antípodas de la suya.
Lo mismo hice yo. Le dije que dejara el vídeo pero que eso no significaba que yo asumiese sus opiniones, más bien exabruptos (pensé para mis adentros del ultranacionalista, fascista y transportista autónomo).
Así que cuando alguien me habla de democracia y urbanidad y salen con sus libertinajes, su caos, su desorden, su sucieda vital me gustaría decirles: Pensad mejor qué es ser demócrata, definid mejor la urbanidad y, sobre todo, aplicadla en el día a día. Y, por favor, bajad el jodido volumen de vuestros móviles cuando estéis con gente. El único volumen que soporto es el de un piano en la calle.
OLGA NERI