Estamos inmersos en el verdadero verano, que se dice en Asia. Cuando llega septiembre, se terminan las lluvias y el bochorno del monzón allá y aquí la luz virulenta de esa calina que enturbia el cielo en el Ebro.
Cuando las frutas, tomates y pimientos están en sazón y a la conserva apenas hay que añadirle azúcar… es una delicia volver a pasear y una putada que algunos de lo pierdan y el del sabor del mejor moscatel en octubre.
Duelen mucho las pérdidas en este periodo, hay un saber no escrito en la enciclopedia de cada hombre o mujer del Neolítico aragonés que marca el final del invierno como avatar donde es más posible la muerte por cansancio.
El final de la resistencia humana ante las entradas del último cierzo de borrasca siberiana.
Este año es distinto hasta en eso, y hay tanta mortalidad en el feliz septiembre como hubo en marzo. Reforzada, tozuda y adelantada en su programación.
Mi padre murió por estas fechas de veranillo que no llevo bien y este fin de semana se me fue un amigo esencial de la infancia en Berdún, que era por sí mismo una institución. Nacido en Santa Isabel, hoy Malabo, dos meses más tarde que yo.
En el año 67 del verano del amor, de las canciones “Suzanne” de Leonard Cohen y de “Los Chicos con las Chicas” de Los Bravos, que tanto oímos juntos hasta que la vida nos separó en la adolescencia hasta este pozo de hielo.
En la plaza dura de la iglesia de Berdún, ejecutada con malicia y elegancia por la Orquesta Ríos de Belver de Cinca. Intentado bailar con las de la misma edad que se iban con mayores, bailando con las más pequeñas que ya sabían porque aprendieron entre ellas.
Su nombre, Emilio Manolo Benedicto Esclarín.
Su nacimiento en el África negra que habla español debido a que su padre emigró para ser panadero desde su Canal de Berdún, regresando la familia al poco de nacer mi exótico compañero de niñez cuando Macías hizo todo lo que cualquier guineano te cuenta en un bar de Delicias.
Su historia ya ha sido un poco escrita y filmada por Luz Gabás y dirigida por González Molina en “Palmeras en la Nieve”, esa película con la que su madre, obviamente, no podía estar de acuerdo. Siempre me hacen llegar tarde para contar lo que siempre me ha importado.
Cuando era niño, se ponía moreno en su bici GAC de barra con nada. Tenía un color precioso aceitunado y de piel de melocotón, el pelo muy rizado y la mirada siempre limpia. Un hablar nervioso pero delicado, siempre pendiente de no herir. Nunca pronunciaba reproche alguno y fue un crío de anuncio delgado y espontáneo.
Su abuelo Manuel de Laín partía costillas con el cuchillo ancho, de esos corderos que alguna vez le criaba el mío.
Con el paso de los años fue volviéndose como su padre Emilio, perdiendo pelo y cogiendo cuerpo, que fue y para mí sigue siendo el taxista de mi familia en el recuerdo. Aquel hombre inteligente que jugaba al guiñote con mi padre, que en Zaragoza echaba las partidas al final de Conde de Aranda –en aquella zona de pensiones, una de las cuales regentaba su familia-.
Aquel que llegaba de buen humor a llevarnos a funerales, los de aquellas tres llamadas que me levantaron zombi y me dejaron tiritando varios días. Con el estómago revuelto desde Remolinos aunque estuviera lejos el puerto de Sos.
Emilio fue compensado con la licencia de aquel Seat 1500 entonces negro como a tantos otros debido a su expulsión ecuatorial. Tuvo que cambiar de oficio pero no de atención al público, esa que bordaba.
Como hicieron con Solano, de Tierrantona, que tuvo que dejar el taxi y alquilarlo por problemas de espalda y volvió a la montaña para regentar un restaurante al que le debo mi número de la Seguridad Social.
Retratos y relaciones que hoy solo se pueden renovar a la inversa, por esos africanos con cultura y educación españolas que se contagian por falta de espacio y que nos pueden llegar a conocer a nosotros, por trabajo, por mera coincidencia, simplemente por tanta cultura, recuerdos e incluso mulatos compartidos…
Le debo un viaje a Manolo a Malabo porque le dije que debíamos hacerlo juntos. Mis referencias literarias me obligarán a subir a la finca Sampaka sin dudarlo.
A su inconsolable madre que no pudo asistir a su despedida, porque de hecho no le ha dicho adiós, solamente puedo dedicarle este viaje que es el que ha dejado en mí su familia.
Porque la duración de la vida no es la de cada persona sino la progresión geométrica de la que nos dejan a los demás. En esa multiplicación que la prolonga, tan común en esos lugares donde venimos.
En los que corren las noticias como las epidemias transmitidas por el aire.
Te quiero mucho, hermano. Siempre tuvimos libertad de pensamiento y discrepancia. Al lado de forma química cuando nos tocó coincidir contra todo pronóstico.
La vida solo es alquimia y nuestro átomo no se va a descomponer, como tampoco el de la especial relación de la montaña oscense con cierto trópico utópico, que tú tanto representabas con tu olor a canela y tu conversación de pimienta dulce.
23.09 Luis Iribarren Betés.