Catherine es una parisina con alma aragonesa y soriana, una nieta de la divisoria de aguas finas del Moncayo, cuyo paisaje donde pacen las ovejas de sus primos le parece a la altura del mejor de Provenza. Su estirpe de Alcalá es artesanal, melero portan y por eso todo le cabe en la mirada: siendo capaz de transformar cualquier vida, lo es también de narrar el proceso y devolvértela contada como Stendhal o Alejandro Dumas, desde la ilustre alcurnia de la sencillez.
Porque vive depurada de complementos su vida y sus pasiones, aunque esté hecha de agua y sus obras de alta bisutería beban de la gama cromática de las piedras de colores de su dios mineral pero tengan sonido. Son una corriente, lo que comprendí paseando junto a ella y Marc por las huertas del alto Huecha.
Allí vi sus ojos verdes de Lorena volverse del color de la cerámica turca mirando minerales, tierra y flores. Policromar mirando no está al alcance de cualquiera, sus collares de cuentas y pulseras son lámparas con sonidos de aguas de acequia yemení de montaña.
Los afortunados y especialmente afortunadas poseedores de cualquiera de sus emociones hechas obras, disfrutan al ponérselas con la luz de la mañana para salir a tomarse el primer café fuerte y oloroso de reflejos tenues de colores minerales matizados por vegetales, huesos o trozos de catana mates. Inteligentemente dispuestos de forma asimétrica, por ser la asimetría es el eje de cualquier vida. Lo que ha intuido por sí misma y no ha necesitado por verlo en su ciudad de la luz, curso alguno para intuirlo.
Con la luz de la tarde, las piedras minúsculas pero sutiles de sus enormes anillos declaran un incendio forestal, arden de color y reflejan la puesta de sol enmarcadas por ébanos o piezas bastas e irregulares de madera, que les sirven de cuadro y paspartú, que favorecen encontrarse engalanado por un sueño, por un pequeño milagro a nuestro alcance.
Cada estación del año, la hermosura del reflejo será distinta, el sonido de la fuente se afinará o volverá grave y su pieza expresará perfectamente la cortedad o largura de la luz, la fugacidad de la vida, un grito de espíritu de la tierra agostada como una capa de nieve en la sierra contra cielos añiles y bases oxidadas.
Porque Catherine ama la pintura de Hopper pero es una aragonesa atravesada por el expresionismo de Rothko. Siendo con razón premiada al comprender cualquier aragonés cómo en su obra se amalgaman con precisión el saber artesanal e industrial parisino, el conocimiento de las materias, con la gama cromática por capas, aparentemente un conjunto disjunto, de la estepa aragonesa en un día de cierzo.
Ella vive como crea en el corazón de los acontecimientos, posee el secreto de la muerte que nos ha legado oriente, tiñe sus creaciones de verde de mausoleo de Samarcanda… Su nombre debería ser “Yesli”: turquesa en idioma tártaro, el color del verde cerámico vidriado de las cenefas de las torres de Teruel.
Tampoco sus collares nunca están estáticos, extraen músicas imaginarias, convierten una pieza antigua muerta, que impresiona, en arte doméstico.
Catherine no diseña, no construye, sino que ora. Busca la marca del cantero en la columna de cada iglesia que visita, la considera la piedra basal de su vida. Tiene sed de profundidad, un alma fragmentada para la belleza y vigila su valle con la aguda mirada de las águilas. Sin perderse ninguna refracción de luz, comprendiendo los diez matices de color plata de un olivo.
Cada domingo y en las ferias a las que va conquista las calles con promesas de otra vida, provoca escalofríos de descubrimiento a sus clientes y después amigos. Su obra tiene algo o mucho que les sacia el espíritu, que les vuelve plenos por un momento. El cuello o antebrazo quedan ocupados por un paisaje sin hastío, además de un equilibrio que libera de la muerte.
Sus piezas son el deseo, la victoria, una rosa fresca de abril, cuando solo contienen el simple sonido del agua del nacimiento de su río.
En ocasiones abandona Zaragoza y el Moncayo, toma el Marais parisino o Cantabria, hace complejas las piezas introduciéndoles pan de oro. Sacraliza piezas democráticas como Caravaggio elegía a perdedoras como modelos de vírgenes.
Coge mentalmente la línea 1 de su metro, vuelve a su espléndido pasado de chalet de la Vallée du Marne y late su sangre comercial lorenesa, y con un eco dorado consigue una sonrisa de luz y nace una estrella. Sin ninguna ambición, para que no se le rían los netsuke, los demonios, el espíritu de las katanas ni de los almendros.
Porque somos el jardín tenemos la piedra. Porque cuando el pétalo de rosa se balancee sobre el agua, no pensaremos en nada. Tu arquitectura es líquida y tu tiempo asombroso, absoluto pero intangible.
Aragón te debe considerarte. Has convertido en múltiples obras de arte repartidas la pequeña llanura de tu valle para que descansemos la vista. Has comprendido la fertilidad que junto al Huecha se encierra, enmarcada por un cierre de rocas y gargantas, de piedras antiguas.
La gran creación es un mal sueño de un dios aburrido pero tú has acomodado la vida a nuestras escasas fuerzas, te has burlado de los conquistadores produciendo milagros, nos has librado de la muerte.
19.08 Luis Iribarren