La música de Morricone mece con sus elevaciones. Sus permutaciones y escalas a lo Monteverdi suben por encima del champiñón de la bomba atómica y aún queda que las combine con metales estridentes, silbidos y campanas, un canto tribal… y te cree después de unas melodías de violín del final del Romántico a lo Mahler, un remate verdiano y todas ellas casen con un soniquete guaraní.
Exponiendo a través de las matemáticas musicales todas las aristas de cualquier vida. Por ello es respetado, imitado o copiado incluso desde el trap.
Porque emociona, porque la humanidad de cualquier pelaje comprende que nos hallamos ante un artista poseído, que nos hizo llorar en “Cinema Paraíso”, y nos asombró cuando trabajó con Tarantino y, con finísimo humor negro, compuso una sinfonía para un western que iba en paralelo y no se molestó en que pegara, pero que es grandiosa.
A qué artista conocemos a quien se le haya dado reconocimiento por méritos después de uno honorífico. La Academia de Hollywood avergonzada por negar su legado, y él se presentó delicado y tímido. Con mirada de aún me queda dar guerra.
Dan ganas de creer, de que algo debe haber.
Cuando el maestro lo que afirmaba es que su trabajo como artesano no sabía dónde le iba a conducir, pero que entretanto aplicaría claridad, sencillez, vergüenza por estar haciendo música para cine, pero asombro desde su ambición.
La Colegiata de Bolea abriga un legado en su retablo que provoca la misma estupefacción. A la altura de la Capilla delli Scrovegni de Giotto en Padua, en la que sentí una fuerza que me empujaba a no poder salir, una gravitación magnética de centrifugadora, he vuelto a la Colegiata para disfrutar nuevamente de las tablas del Maestro de Bolea y de las tallas del flamenco, uno de mis principales aragoneses adoptivos, Gil de Brabante.
No se entiende cómo esta joya patrimonial no es más disfrutada por los aragoneses, cómo se visita solamente el espectáculo único en Europa del mejor castillo medieval conservado, Loarre, cuando también lo sería el de Montearagón si no se hubiera levantado en arenisca.
Hasta que he tenido más de la mitad de la vida consumida, alucinaba con los casetones góticos y talla de la obra. Tendía a valorar únicamente el trabajo del ebanista flamenco, la virgen blanca pero con piel nacarada y viva adelantando los colores pastel de Rubens. La ves y te apetece echarte una novia un punto germánica, la joven de la perla de Vermeer sin ir más lejos. Si puede ser que tenga mezcla del Sistema Ibérico también.
Tan alejada está del arquetipo de virgen morena, apasionada y rasgada, aguantadora de todos los dolores y angustias, ajena a la templanza, de las vírgenes de los pasos zaragozanos o andaluces.
Aún queda para llegar al Barroco omnipresente en España, que socialmente pervive en la queja permanente para disimular, en soportar la carga de vivir.
Bolea es alegre, ligero e instructivo: el primer ejemplo de pintura renacentista, denota confianza en la Humanidad. Las escenas del Nuevo Testamento se desarrollan en locus amoenus, con el telón de la sierra Caballera y ataviados sus protagonistas con vestidos y tocados fastuosos de su época, la vibrante del reinado de Fernando II de Aragón y los valencianos Borja a los mandos del Papado romano.
La perspectiva, el paisaje y arquitectura clásica de las casillas inferiores del retablo no fueron ejecutadas por un pintor de obra maratoniana, sino por uno anónimo dotado con la capacidad para trascender, otro Morricone que pudiera haber sido quizá napolitano que la convención denomina como Maestro de Bolea.
La teoría más romántica sobre su identidad afirma que sería importado como tantos artesanos ítalos por la Corona de Aragón para que embellecieran Valencia o Zaragoza a partir de las experiencias de la arquitectura florentina o dando como resultado crear esta obra. Que influyeron en el principal monumento civil español del momento, un poco posterior en el tiempo, La Lonja de Zaragoza de Morlanes el Joven y sus columnas jónicas denominadas “aragonesas”, anilladas en el fuste para dotarlas de ligereza.
No se tiene por qué viajar necesariamente al Museo del Prado, Toledo o Castilla para disfrutar de un conjunto pictórico de transición entre la finura y policromía góticas de Flandes y el legado de la revolución compositiva del Quattrocento.
Se conoce bien la obra del Greco como iniciador de la senda del Barroco, cómo no las de Tiziano, Murillo o Velázquez, pintores reales, pero que por tan reproducidas e icónicas no gozan de la fuerza de elevación del retablo de Bolea. Con sus rojos y verdes tan extremos y alejados de la paleta de colores de la Hoya de Huesca. Compuesta por ocres de plana, verde oscuro de carrasca apagado y blanco roto de flor de cerezo, contra cielos profundamente azules que captó y supo trasladar Beulas a su obra.
Al tiempo que el Maestro de Bolea dejaba su único e impactante legado, Fernando Yáñez trabajaba en la pintura monumental del patrimonio de la feraz y rica huerta de Valencia; el precursor Pedro Berruguete viajó a Urbino para aprender perspectiva y pintó la iglesia de su pueblo en la palentina Paredes de Nava y después le sería encargado engalanar la Cartuja de Miraflores de Burgos; a Juan de Borgoña se le pensionó y pagó para policromar la Catedral de Toledo como ejecutó retablos asombrosos en Talavera de la Reina y la provincia de Toledo. Después de todos ellos, el Greco removió los cimientos de la pintura renacentista hacia la abstracción.
En Aragón, la Colegiata de Bolea superó el estilo artístico de Blasco de Grañén, el principal pintor del gótico aragonés, autor de veintitreé retablos al modo flamenco, entre los que destaca el sobresaliente de Anento y precedió al trabajo en el monasterio monegrino del Maestro de Sijena o a la colección de tapices renacentistas del Museo de La Seo.
POST SCRIPTUM GUSTATIVO
Artículo a degustar con una copa de blanco malvasía de Calatayud, el vino presente en la obra de Shakespeare al que tan aficionado fue. Importado por Inglaterra desde Canarias, formó parte del paisaje vinícola aragonés en las viñas de altura de la muga entre esta comarca y Soria. Se trata de un vino seco pero ácido y sabroso, de un color nada pálido sino ámbar, muy goloso y largo en boca pues se vendimia para llegar a más de catorce grados. Todo un licor de uva almendrado y a la vez que recuerda al mango, con una acidez de limón maduro.
Para comerte el retablo de Bolea, hazlo con un refollau o empanada dulce de su próxima localidad y ciudad del Reino de los Mallos, Ayerbe. Particularmente los de calabaza y naranja, con sus toques especiados de canela, trasladan a la cocina de tortas bajo medievales en que a los mismos se introducían palomos o caza, lo que dio lugar a la denominación hoy solo reservada para sabores salados de paté y que conserva la gastronomía marroquí con el nombre de “pastela”, hojaldre en que está presente la carne de ave, la canela, la cebolla caramelizada junto con almendras y pasas.
19.02 Luis Iribarren
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