1.4.24

El bacalao y los ayunos del Ramadán


El pasado Viernes Santo, me mandaron una imagen de un plato de ayuno desde Sobrarbe. Se trataba, según lo que entendí, de una fantástica ensalada de patata temprana con verduras, una ensalada campera.

Plato que hacían en esa familia para evitar la carne. Ese día en el que incluso las familias oscenses agnósticas no la comemos por tradición y emulación, por disimulo convertido en placer.

Los ingredientes de la ensalada se debían en su casi totalidad a importaciones de frutos y tubérculos americanos: el ácido tomate utilizado inicialmente como fruta para engalanar jardines, tardó en reinar y hoy inunda fresco o en salsa todo nuestro recetario. Para jitomate rosa, sí, el de Oaxaca.

Las ensaladas de patata son entonces recientes. Incluso considerarlas como modalidad de plato propio de vigilia, único si le ponemos conserva del Cantábrico, hubiera sido imposible hace dos generaciones. Pues, descontada la base de patata que se puede conservar y la cebolla tierna dulce, el resto de las verduras que la componen estaban disponibles en los huertos del valle de Bielsa desde mediados de julio hasta, a todo tirar, el Pilar. Embotándose o conservándose en vinagre los últimos tomates y pimientos a los que les falta ya sol, por entonces acortar el día. La soberbia película americana “Tomates Verdes Fritos”, hecha por un aragonés se hubiera denominado “Tomates Entreveraus Encurtidos”.

Así que la ensalada que me mandaron es un plato novísimo, una consecuencia derivada de la generalización de la industria de distribución alimentaria y su control de precios que solo desde los años 80 y aquellos autobuses gratuitos al Alcampo de Utebo, entonces único en su especie, ha acontecido y se ha impuesto. Siendo nowadays la única forma de subsistencia alimentaria cercana al pienso para animales que conoce un adolescente: con sus congelados, su melón en invierno y naranjas del hemisferio sur todo el año, los siempre disponibles tomates harinosos o cherry con más sabor y los pimientos desabridos de invernadero por castigo, bien crujientes y brillantes.

Aunque bien pudiera haber estado confeccionada en su día en esa parte de la montaña otra variación de la misma ensalada que tuviera como base a la patata prensada a tenedor como cama y un “topping” de verduras encurtidas en tinaja, sardinas rancias lavadas, acompañada de los excelentes guisantes y habas primaverales hervidos.

En Semana Santa y en casa, que para mí es decir toda Jacetania y Serrablo, mientras nos duren las abuelas comeremos potaje de garbanzos con bacalao y huevo duro, este pescado a la romana con pimientos o en “piperada” que dicen a nuestro oeste o en tortilla o revuelto, con setas y pimientos verdes. Cerrando con una bandeja de pimientos rellenos con una besamel de abadejo y perejil la semana fantástica en que concurren todos los usos del bacalao resucitado menos el único que hoy se publicita: ese que llaman “no te pierdas el skrei”. Cuando ponen apellido a las cosas de comer, solo por eso suben 15 euros el kilo.

La tradición aragonesa de degustar platos a partir de bacalao, como en la cocina portuguesa, parte de la necesidad de desalar el pescado y conservado en el Gran Sol y Terranova por los arrantzales vascos. Esos abisales e insondables cuadrados de mar cuya repartición, el concepto jurídico “aguas territoriales” y las famosas 200 millas que no se utilizan para vender el agua del Pirineo, provocaron en mi niñez una extraña guerra entre Islandia y Gran Bretaña: la guerra del Bacalao, así con mayúsculas.

Se recuerdan estas millas que penalizaron a la flota de Barbate cuando Felipe nos metió en la OTAN y en Europa sin permiso de Putin, y se les terminó pescar en el banco del Sahara. Hoy los nietos de los pescadores tripulan cohetes para los narcos y parten por la mitad zodiacs con Guardia Civiles. Preguntémonos sobre que la única opción que ha fijado históricamente población en lo vaciado sea el contrabando.

El bacalao y sus primos abadejos, resistentes peces vikingos, tienen dureza de carne pero un delicado sabor por ser filtrador desde plancton para subsistir, y particularmente el segundo es el que ha dado la mayor gloria a la cocina de pescados del Valle del Ebro. Consumido en ajoarriero o a la riojana, acompañando a un guisado de caracoles, protagoniza el conjunto de recetas aragonesas de Cuaresma. Objetivo: poderse alimentar sin pecar con proteína animal en tiempos de prohibición de longaniza en Aragón (¿la ley jasca?).

Y aún quedaría darse un garbeo cualquier día por Lleida sin que os lo impida puerto de montaña alguno, y pedirlo a la catalana. Nobilísima y, esta sí, medieval preparación en salsa de azafrán y cebolla espesada por una picada y rematada por guarnición de uvas pasas, ciruelas secas y piñones tostados para realzar su aceite.



Nos hallamos ante platos que disfrutar con un gran blanco de cualquier denominación de las del Ebro, paridos con sabor de origen almendrado desde las viñas de las colinas del Arga o del Cinca. Si es joven lo encontraremos en perfecto equilibro entre sequedad y acidez, con aromas a hueso de albaricoque. No son nuestros favoritos para la cocina de vigilia ni sus tempuras, pues el bacalao y otros pescados más grasos aconsejan ser acompañados por blancos madurados breves meses en barrica para obtener un resultado elegante, aterciopelado y así ennoblecerlas con un vino de olor a vainilla y a masa madre de panadería.

El Domingo de Resurrección, el Aragón occidental retomaba el consumo de carne con un asado de cordero pascual con cama de patatas y cebollas, ajo y perejil para refrescar, acompañado de garnacha bien de grados, y celebraba una merienda colectiva de domingo con brazo de gitano. Siendo el momento del año en que el cura de cada pueblo, al menos en mi lugar, se cobraba la productividad y las horas extras de sus representaciones de Semana Santa. Pasando por cada casa para que le diéramos, según el número de ocupantes, una, dos o más docenas de huevos.

No son pocos los lugares de Aragón, los más próximos a Cataluña, que celebran como festivo el lunes de Resurrección porque gozan en esta fecha fija de su romería. Esas que en la montaña debido al clima, trasladamos a la Ascensión en las canales e incluso hasta Pentecostés en los pueblos en que ya no se planta ordio.

Cada día como hoy todos los años, el Binéfar pragmático, laico y pagano sube a la sierra de San Quílez a almorzar; los montisonenses, al Santuario de la Alegría y en Alcañiz pasan la mañana en sus masicos, torres en Zaragoza.

Así he oído que acontece, habiendo vivido yo el encuentro entre samperinos e hijaranos en la romería conjunta que celebran en el santuario de Santa Quiteria de Samper de Calanda. Su ubicación en una muela con val difumina el cierzo y desde su cumbre se divisan cuarenta kilómetros y se dominan el desierto florecido y la cinta verde sembrada de habas del escaso regadío del río Martín.

Para arrancar un chocolate con pan por la mañana en el Bajo Aragón o reparto de longaniza y vino a mitad de mañana en Huesca oriental. Templaus los cuerpos porque todavía puede helar, las familias y grupos de amigos preparan entre todos y con fuego de leña ranchos, arroces de conejo y pimiento y costillas a la brasa. Siendo que las romerías, más que las actividades de corte piadoso para ser vistos, son las que conectan con las fiestas de primavera pre-católicas, las de carácter simbólico de ruptura con el invierno, esas que son celebradas desde India hasta Finisterre.

De ello nos queda el acto de bendición de las cosechas para espantar tronadas y heladas cuando el campo está más verde pero de la música y comida gozan en esta jornada incluso los no creyentes: se trata de pasar un día en el campo ausentes los forasteros, de comunión con el paisaje por la población que lo vive y padece todo el año.

Es una jornada superadora de la esquizofrenia de ver el Bajo Aragón lleno de humanidad en búsqueda de patrimonio y en que se recupera el pulso de lo cotidiano con una celebración tranquila. Así las abuelas descansaban de tanto servir y, por un día, sus parientes pastores las dejaban de esclavizar.

Este año todo este caudal cultural coincide con ramadán, ese mes sin fecha fija en que la comunidad musulmana –será el 10% de los aragoneses- pide perdón a quienes ofendieron y lo da a quienes lo hicieron con ellos, purifica el cuerpo porque por la noche no se come igual si se trabaja, se concentra en sus sentidos y en no herir –¿señal de que no se impide el resto del año?-, y terminarán su ayuno comiendo cordero.

Por cada miembro de la familia y comensal a quien inviten, deben dar un donativo para obras pías y en beneficio de la comunidad.


No se trata tan solo de ocupar el territorio cuatro días y, tras ellos, dejarlo pisau como Atila hasta las siguientes fiestas de verano. Es su tiempo de sentir, de comprender, de seguir siendo sensuales cuando cae la luz y romper el ayuno de cada día con una sopa de harira. De formar parte de una corriente vital que, no sé por qué nos extraña tanto si forma parte de nuestro sentido de la hospitalidad, que presenta suficientes cualidades para ser moralmente dominante.

Solo porque se pone en el lugar del no poderoso por un mes y porque garantiza que el individuo pinta algo en algún grupo, aun decidiendo en nombre del mismo inmolarse.

A mí, sin embargo, la inmersión me llega tarde. Me quedo por elección en santidad apátrida y agnóstica con nuestras costumbres únicamente porque en su ecuación no sale la cocina del bacalao, no por nada más. Sin despreciar sus cuscús de sardinas del Mediterráneo.

Feliz primavera para todos los aragoneses, que vosotros también lo sois y seáis. Los descendientes de los maestros atarifes de los triples arcos con lóbulos de oreja de la Aljafería y cuyos fogones nos legaron las cazuelas de albóndigas, las avellanadas, por derivación del vocablo árabe para denominar este fruto seco: al bunduq.

01.04 Luis Iribarren

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