4.5.25
Aragonia Cherry Time
Tengo la enorme suerte de haber nacido aragonés y desde niño, probado un millón de sabores diferentes de fruta. En las huertas de mi pueblo se plantaron gran cantidad de manzaneras, alguna perera, y árboles en femenino que daban otras frutas de la familia del melocotón y albaricoques de huerto.
En tiempos de posguerra civil cuando los injertaron los abuelos tenían uso de subsistencia y mercantil. Dado que no se había generalizado el transporte en camión y la agricultura frutal intensiva, y la montaña oscense se autoabastecía cuando era el tiempo de frutos, los sobrantes se vendían en los almacenes de Jaca para consumo de militares y visitantes y los que se pasaban se trituraban en conserva o se llegaban a encurtir, como en Japón.
Así e incluso a gran altura y floración en mayo hubo familias que plantaron cerezos Napoléon, los de Monzón de fruto de color entreverado entre rojo y crema, y existieron varias higueras comunales que surtían de brevas a higos de mi fruta en helado favorita, que bordan en Fraga.
La primavera tardana presenta, tras el declive de producción de fresa que se puede encontrar en estado silvestre y en mayo junto con otras bayas en los bosques pirenaicos, el inicio de la temporada de los frutos rojos. De entre ellos prefiero las cerezas ácidas, de altura o picotas aragonesas, que degustar desde mitad de mayo a finales de junio y con las que preparar ensaladas agridulces con apio, salsas suntuosas para acompañar solomillo, comerlas en cantidad no superior a una docena (decían las abuelas para evitar indigestiones), cubrirlas de chocolate fundido y acompañarlas con un aguardiente seco de cereza del Jerte.
Ricla, Cofita y Mequinenza se visten de fiesta cuando recolectan la más temprana, siguiendo el placer gustativo la Feria de Bolea y rematando la añada para cuando se celebra la Vaquilla de Teruel, con las sabrosas, crujientes y carnosas cerezas de altura de la Comunidad de Calatayud.
Hubo un tiempo previo a pandemias y crisis de Crimea en que la reina de las frutas de Ricla, todas especiales, se esperó llevada por avión en el mercado de abastos de Moscú como el primer atún de la almadraba de Barbate, previa revisión por sensei samurái especialista en túnidos, volaba de Sevilla a Narita y en menos de veinticuatro horas. Su ventresca se subastaba a 150 euros en kilo a principios de milenio –qué barato parece hoy- para servirla en los mejores restaurantes de Ginza.
La suerte que hemos tenido de haber comido una fruta semejante en bolsa de plástico recién cogida del árbol y refrescada en agua helada de acequia.
Hoy que ya valoramos la floración de los frutales como el momento de ruptura del invierno que más embellece con sutiles alfombras el paisaje aragonés, volvamos a paladear como si fuera nuevo porque es extraordinario (rare como el whisky de malta) ese sabor único, nunca insípido por mediar plástico interpuesto, parido por el sol y hielo de noche aragoneses en corteza de cereza no sulfatada sino mecida por el cierzo.
Casi la mitad de la producción española de esta fruta, idéntica en excelencia que la denominada del valle del Jerte cacereño, sale de Aragón para toda España y Europa.
Una parte de la producción se conserva en forma de cerezas y guindas azucaradas o al marrasquino, patrimonio de los sentidos que debemos a la civilización musulmana que nos legó la fruta seca endulzada. Cuando con ella se rematan los combinados, qué sutil acompañamiento.
En mi casa dejamos medio kilo en el congelador y son el mejor postre helado con que nos podamos solazar en los tórridos mediodías de agosto.
El árbol prunus cerasum, el que da la cereza dulce, tiene un nobilísimo origen: las fecundas riberas sur de los mares Negro y Caspio, de feraz suelo volcánico y con un microclima húmedo que permite una primavera permanente y a los productores locales turcos cultivar el mejor té del mundo en los bancales de las sierras que conservan la humedad del mar. Esta es una costa dulce semejante a la Cornisa Cantábrica, en la que no hiela y por ello inmortalizada como destino de conquista por los argonautas en la primera obra maestra literaria humana.
Lo importante era su viaje, pero los abanderados argonautas no titubearon ni dieron tema para poemas sino indirecto a Cavafis. En su nombre y con su sangre mítica Grecia monopolizó la riqueza de la costa norte hoy turca, sembrándola de comerciantes que fueron expulsados por los hijos de Ataturk.
Y si consideramos la Biblia como un conjunto de cuentos fabulosos heredados, este desconocido lugar forma parte del relato como falda norte del monte Ararat y sus estribaciones. No nos extrañaría entonces que el arca de Noé hubiera sido construida en su esqueleto a partir de costillares de fragante madera de cedro pero sus terminaciones y adornos se tallaran con las espléndidas y más claras tablas de noguera o de cerezo.
La búsqueda y conquista por Jasón del vellocino de oro en las costas de la Cólquide hizo avanzar a estos aventureros helenos hasta remontar el principal río de la actual Georgia, el Fasis hoy llamado Rioni, finisterre este del mundo. Metáfora que representa cómo se extendió la civilización griega clásica invadiendo sus puertos cada bahía del Ponto Euxino y saltando sus embajadas mercantiles el inaccesible Cáucaso para surtir de ámbar el mercado de Atenas.
La costa del puerto de Cerasus, del árbol del cerezo. Los imperios como embajadas comerciales a partir de un encargo (emporós) forman parte de la etimología de Ampurias como el Emporio de un modista italiano que sin embargo cosía, que a su vez provienen del término en griego para préstamo a gran escala que sustentan la aventura y que finalmente dieron nombre a los intermediarios de las costas, los emperadores.
Desde que conozco el origen como árbol del cerezo pienso si no se detuvieron los argonautas en los reinos de las costas de Trebisonda cautivados por el sabor de mi fruta preferida, estancados en un mal estomacal de felicidad por comerse medio kilo de una sentada. Amor verdadero que enturbia las falsas misiones de la vida, contra amor de conveniencia y obediencia debida.
Comparto con vosotros el que es mi poema favorito de Cavafis, que me recuerda a Crane y a Robert Frost, el del Camino No Elegido. Es este y no el que trata sobre la isla de Ítaca, más no apresures tampoco el viaje…
Para algunas personas llega un día donde el gran Sí o el gran No deben decir.
En seguida aparece aquel que lleva el Sí bien preparado, y pronunciándolo
da un paso adelante en su estima y en su confianza.
El negador no se arrepiente. Preguntado de nuevo, de nuevo dice No. Pero ese No —que es el correcto— le abruma para el resto de su vida
02.05 Luis Iribarren